Cualquier acto o conducta que hagamos para sustituir una carencia puede acabar convirtiéndose en una adicción. Sustituimos algo que no tenemos, llenamos el vacío, llegando a ser totalmente literal. Nos excedemos no por mera satisfacción, sino que buscamos la reducción de los sentimientos negativos que tenemos. De esta forma, alcanzamos un grado más o menos elevado de malestar (con la comida es físico y también emocional), llegando a tratarse a veces de premio y castigo a la vez. Así, colocamos como protagonista a la comida -también podría ser el juego o el alcohol-, un sustituto artificial de ese otro más profundo, como puede ser la insatisfacción laboral, la soledad o los problemas familiares.
Una vez que hemos colocado a la comida en el centro de nuestra vida, evitarla nos crea un síndrome de abstinencia. Necesitamos consumir, sucumbir y caer nuevamente. Y, acabamos cayendo. De nuevo, se activa el círculo vicioso. Intentamos no comer alimentos prohibidos, sentimos el síndrome de abstinencia y acabamos cayendo. Este círculo se repite y se va haciendo más y más fuerte. La comida deja de ser un elemento de supervivencia o de satisfacción social, sino que es dueña de nuestra vida y nuestro comportamiento.
Con las adicciones en general, el mecanismo es, en teoría, sencillo: decidimos renunciar a ello y no lo tomamos nunca más. Pero con la comida este procedimiento es directamente imposible, es un elemento vital de nuestra vida. Independientemente de que nuestra alimentación sea más o menos estricta, no podemos controlar que alimentos están a nuestra disposición en cada momento. Al salir a cenar con amigos o a un cumpleaños, el tipo de alimentos que habrá es casi seguro el mismo con el que tú te castigabas/premiabas. Por lo tanto, la clave está en normalizar la comida, deja de usarla como excusa para llenar nuestros vacíos o alejarnos de nuestros problemas. Y esto, en muchos casos, requiere de la ayuda de un psicólogo, por lo que nuestros tratamientos siempre contarán con esta ayuda profesional.
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